HOMILÍA DE LAS VÍSPERAS DE LA
BEATIFICACIÓN DE MADRE MARÍA INÉS TERESA DEL SANTÍSIMO
SACRAMENTO
20-Abril-2012
Mons. Pedro Agustín
Rivera Díaz
Queridos
hermanos, ante Jesús Eucaristía, aquí expuesto y con el ardor misionero que
brota del escuchar el texto tomado de la Carta de san Pablo a los Romanos (Rom
10, 14-15), responderemos en unos momentos más: “Cantaré las misericordias del
Señor”. Y efectivamente, hoy estamos reunidos para “cantar sus misericordias” y
le pedimos a la Virgen María que nos acompañe en esta breve reflexión, pues
como Ella, estamos contentos con las maravillas que ha hecho Dios en su hija fiel,
la Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, y en alegre espera, por lo
que Dios quiere hacer en nosotros, a través de la beatificación de esta mujer,
fiel a Jesucristo y a la Iglesia.
Todos
conocemos la transformación que vive una mariposa para llegar a ser lo que es.
Una vez que nace ha de crecer alimentada y cuidada por los rayos del sol.
Después deberá envolverse en una crisálida, nuevamente protegida por él, para
que a su debido momento, convertida en mariposa, bajo los rayos del astro rey,
despliegue sus alas e iluminada por él, adorne con sus colores y su vuelo, el
mundo que le rodea. Así podemos imaginar las etapas de la vida de la Madre
María Inés Teresa, bajo los rayos del Auténtico Sol Indeficiente, Jesús
Eucaristía, nuestro Señor.
Ella,
que nació en un hogar profundamente cristiano, se desarrolló en él, para
posteriormente vivir como en una crisálida, a lo largo de 16 años, en un
convento de clausura y para que, durante 36 años más, con las alas de la misión
y con el estandarte de santa María de Guadalupe, llevara la semilla de la
Palabra de Dios por el mundo entero. Ahora, desde la Casa del Padre Eterno,
desde el Cielo y hasta la eternidad, ella nos acompaña como “la estrellita que
ilumina el sendero”, no sólo de sus hijos espirituales, sino de todos aquellos
que deseen “vivir en Cristo” por los caminos de la santidad, siendo activos en
la contemplación y contemplativos en la acción.
“Hacer
de la vida un himno de alabanza y gratitud”, es una de las encomiendas que nos
hace Madre María Inés Teresa y ella, con su vida, nos ha enseñado cómo hacerlo,
a través del carisma fundacional que Dios le regaló y que nosotros, miembros de
la Familia Inesiana, nos esforzamos en vivir. Ahora, por designio divino, con
gran entusiasmo, nosotros sus hijos hemos de compartirlo con todos, pues la
Iglesia ha avalado esta espiritualidad misionera, eucarística, mariana
guadalupana, sacerdotal oferente y alegre; y la propone como camino seguro de
santidad a toda la humanidad.
“Madre
María Inés Teresa del Santísimo Sacramento”, en el mundo “Manuela de Jesús
Arias Espinosa”, nació en Tepic Nayarit, en 1904 y desde el seno familiar
conoció a Dios.
De
su padre aprendió que la oración es un diálogo de amor, “de corazón a corazón
con Dios”.
Su
familia, acostumbrada a su espiritualidad, fue respetuosa con ella y le
acompañó por el camino de profunda oración contemplativa a la que fue llamada,
especialmente después del Congreso Eucarístico Nacional de 1924, en donde al
contemplar a Jesús Sacramentado, en expresión de “Manuelita”, “su corazón se
fue tras Él”. Atentos a la oración en la que fue inmersa, sus padres le
apoyaron para que ingresara a un convento mexicano, de clausura, que estaba en
Estados Unidos a causa de la persecución religiosa en nuestro país. En este
monasterio de Clarisas Sacramentarias del “Ave María”, esta joven enamorada de
Dios pudo desplegar su alma de oración para escuchar mejor su voz y fue ahí, en
1929, en el día de su profesión religiosa, en donde la dulce embajadora del
Cielo, le expresó una promesa que nos atañe a todos, pues de los labios de
nuestra Morenita del Tepeyac, escuchó: “Si entra en los designios de Dios
servirse de ti para las obras de apostolado, me comprometo a acompañarte en
todos tus pasos, poniendo en tus labios la palabra persuasiva que ablande los
corazones, y en estos la gracia que necesiten. Me comprometo además, por los
méritos de mi Hijo, a dar a todos aquellos con los que tuvieres alguna
relación, y aunque sea tan solo en espíritu, la gracia santificante y la
perseverancia final”. (Est. y Med., f. 735).
Animada
por esta promesa, Madre María Inés Teresa, alma eucarística y mariana desde sus
inicios; alma oblativa y sacerdotal, ante las situaciones del mundo; en el
convento de clausura fortaleció y acrisoló su carisma misionero, de tal manera
que, con la alegría que brotaba de su corazón, todo se convertía para ella en
una oportunidad para “comprar almas para Dios” y, así, asumir el reto de
realizar lo que Jesús le iba pidiendo, en particular: dejar las seguridades de
ser miembro de una familia conventual para fundar una obra misionera “Ad
gentes”.
Entre
el año de 1945, en que sale para fundar y el de 1951, en que el Vaticano
autoriza la institución de su obra, de una manera muy especial, en el corazón
de Madre María Inés Teresa, resonaban fuertemente las palabras del apóstol:
“Urge que Cristo Reine”.
México
había vivido la persecución religiosa y siendo un país eminentemente católico,
no podía libremente expresar su fe. El mismo mundo, padecía los estragos que
había causado la Segunda Guerra Mundial.
Europa experimentaba las consecuencias negativas de sistemas ateos, en
América la pobreza de su gente se hacía más patente y grandes sectores de la
humanidad en Asia, África y Oceanía, aún se mantenían herméticos al anuncio del
Evangelio.
En
medio de estas realidades, un corazón misionero, enamorado de Cristo y ocupado
en la salvación de las almas, vibraba con una especial intensidad y al igual
que san Pablo se preguntaba, ante el gran número de personas que aún no habían
escuchado el Evangelio: “¿cómo creerán en Aquél de Quien no han oído y cómo
oirán si no hay quien les predique?” Por eso, desde su sencillez y pobreza
evangélica, María Inés Teresa, “misionera mexicana sin fronteras”, oraba y
pedía a quienes le rodeaban, particularmente a aquellas primeras jóvenes que le
habían seguido, a que ofrecieran su vida toda y junto con ella, suplicaran a
Dios diciéndole “haz de mí lo que quieras, pero dame almas, muchas almas,
infinitas almas”, pues su ideal, expresado en sus propias palabras, era “¡Hacer
que Él reine en tantos corazones, cuantos son ahora los habitantes del mundo!
¿Quién pudiera alcanzar tales conquistas?”, se cuestionaba.
Aprobada
su obra misionera en junio de 1951, le urgía llevar a Jesús Eucaristía al mundo
entero, no sólo a México, su patria querida donde santa María de Guadalupe era
Patrona, sino llevar a Cristo a diversas regiones del mundo, para instalar en
todos los países, sagrarios donde Jesús fuera conocido y amado; presidiendo
esta obra, el estandarte de la Morenita del Tepeyac. Ese año, cuatro meses
después, en octubre, cuatro hijas suyas, saldrían rumbo a Japón.
A
lo largo de los más de 60 años que han transcurrido desde esa fecha, la semilla
del Evangelio que se empezó a esparcir desde ese entonces, a través de la Familia
Inesiana, cuyas primogénitas son las Misioneras Clarisas del Santísimo
Sacramento, ha ido dando sus frutos por los continentes del mundo y por eso
hoy, de diversos países y regiones de nuestra Patria, estamos aquí reunidos
para “cantar eternamente, las misericordias del Señor” porque el día de mañana,
en una ceremonia solemne, a los pies de nuestra Reina del Cielo, nuestra
Morenita del Tepeyac, santa María de Guadalupe, una de sus hijas, que le amó
con profunda devoción, la llevó en su corazón y nos enseñó a amarla, será
beatificada.
Para
concluir esta meditación y compartiendo los mismos sentimientos que Dios puso
en el corazón de Madre María Inés Teresa, dirijámonos a Jesús Eucaristía, aquí
presente y hagamos nuestros, los ideales plasmados en algunas de sus oraciones.
“Tu
voluntad, Señor, sí; sólo tu voluntad quiero cumplir siempre, siempre.
Santificarme como Tú quieras; con tu gracia estoy dispuesta(o) a ir hasta los
últimos confines del mundo para llevar tu Eucaristía y a tu Madre; no me
importan los sacrificios, con tal que los Dos vayan conmigo; y les ofrendaría
gustosísima(o) mis más caros amores” (Exp. Esp., f. 513).
“Tú
harás, sí, Jesús Eucaristía, que nuestro apostolado sea fecundo; fecundo por la
oración continua, incesante, confiada, amorosa; y por el sacrificio también
continuo; por el continuo ofrecer a tu Padre celestial, por manos de la
Inmaculada del Tepeyac, tus méritos infinitos, tu crudelísima Pasión, tu Sangre
divina, y con ello, los méritos de tu Madre santísima, y todo el tesoro de la
Iglesia” (Exp. Esp., f. 512).
Hermanos,
con estos sentimientos y compromisos de vida, que nos dejan las palabras y el
testimonio de Nuestra Madre, continuemos con nuestras Vísperas, “cantando las
misericordias del Señor”.