EL DIÁLOGO Y LA APERTURA A LOS DEMÁS (EMPATÍA)
SON PARTE ESENCIAL DE LA MISIÓN DE LA IGLESIA.
El Papa Francisco a los Obispos de Asia. (Haemi, Corea del Sur. 17-ago-14)
Resumen. Mons. Pedro Agustín Rivera Díaz
El Papa Francisco, el domingo 17 de agosto, al dirigirse a los obispos de Asia señaló el diálogo y la empatía, fundados en la identidad cristiana como elementos esenciales para la evangelización de un mundo pluricultural y religioso.
(NOTA: Los “títulos” y lo que aparece entre paréntesis son añadidos míos, lo demás es texto original del Papa Francisco, por eso no lo entrecomillo).
El diálogo con las personas y las culturas parte de nuestra identidad cristiana y la empatía con la que escuchemos a los demás.
Nuestro compromiso por el diálogo se basa en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha hecho uno de nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un lenguaje humano (cf. SAN JUAN PABLO II. Ecclesia in Asia, 29).
DIÁLOGO
No podemos comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra identidad. Desde la nada, desde una autoconciencia nebulosa no se puede dialogar, no se puede empezar a dialogar. Y, por otra parte, no puede haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida. Se trata de atender, y en esa atención nos guía el Espíritu Santo. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por tanto, el punto de partida de todo diálogo. Si queremos hablar con los otros, con libertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de nosotros. Y, si nuestra comunicación no quiere ser un monólogo, hemos de tener apertura de mente y de corazón para aceptar a las personas y a las culturas. Sin miedo: el miedo es enemigo de estas aperturas.
(Tres tentaciones del espíritu del mundo o de la “mundanalidad”) a la identidad cristiana:
1. El relativismo que oculta el esplendor de la verdad y lleva a la confusión y a la desesperación. El teórico que rechaza a Cristo y el práctico que de manera casi imperceptible, debilita nuestro sentido de identidad.
2. La superficialidad: la tendencia a entretenernos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en lugar de dedicarnos a las cosas que realmente son importantes. Si no estamos enraizados en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse, la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda reducido a una especie de negociación o a estar de acuerdo en el desacuerdo. El acuerdo en el desacuerdo…
3. La aparente seguridad que se esconde tras las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos.
NUESTRA IDENTIDAD
La fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profunda, es decir, estar enraizados en el Señor.
Nuestra identidad de cristianos consiste, en definitiva, en el compromiso de adorar sólo a Dios y amarnos mutuamente, de estar al servicio los unos de los otros y de mostrar mediante nuestro ejemplo no sólo lo que creemos sino también lo que esperamos y quién es Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12).
A partir de esta identidad profundad, la fe viva en Cristo en la que estamos radicados… comienza nuestro diálogo y eso es lo que debemos compartir, sincera y honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida cotidiana, el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más formales que puedan presentarse. Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp 1,21), hablemos de Él y a partir de Él, con decisión y sin miedo. La sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de nuestra vida, la sencillez de nuestro modo de hablar, la sencillez de nuestras obras de servicio y caridad con los hermanos y hermanas.
LOS FRUTOS DE LA IDENTIDAD CRISTIANA
Un aspecto más de nuestra identidad como cristianos: su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos de justicia, bondad y paz. (Solidaridad con el pobre y el necesitado, pero también misión evangelizadora que transforma la realidad humana y que por eso incide también en la cultura, en la educación, en la política, en los medios de comunicación social y se hace cultura de la vida por la defensa del matrimonio, de la familia, de la vida naciente y en todas sus etapas, desde su inicio hasta el final natural de ella. Que es para la mujer y para el hombre, para el niño, adolescente, joven, adulto y anciano, para el sano y el enfermo, para el connacional y el extranjero, para el católico y el no católico).
LA EMPATÍA
Finalmente, junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico diálogo requiere también capacidad de empatía.
Para que haya diálogo tiene que darse esta empatía. Se trata de escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus experiencias, de sus esperanzas, de sus aspiraciones, de sus dificultades y de lo que realmente le importa.
Esta empatía debe ser fruto de nuestro discernimiento espiritual y de nuestra experiencia personal, que nos hacen ver a los otros como hermanos y hermanas, y “escuchar”, en sus palabras y sus obras, y más allá de ellas, lo que sus corazones quieren decir.
En este sentido, el diálogo requiere por nuestra parte un auténtico espíritu “contemplativo”: espíritu contemplativo de apertura y acogida del otro. No puedo dialogar si estoy cerrado al otro. ¿Apertura? Más: ¡Acogida! Ven a mi casa, tú, a mi corazón. Mi corazón te acoge. Quiere escucharte.
Esta capacidad de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de humanidad compartida.
Si queremos llegar al fundamento teológico de esto, vayamos al Padre: Él nos ha creado a todos. Somos hijos del mismo Padre. Esta capacidad de empatía lleva a un auténtico encuentro, –tenemos que caminar hacia esta cultura del encuentro–, en que se habla de corazón a corazón. Nos enriquece con la sabiduría del otro y nos dispone a recorrer juntos el camino de un mayor conocimiento, amistad y solidaridad.
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martes, 19 de agosto de 2014
La mártir más pequeña beatificada por el Papa Francisco en Corea. AÚN NO CUMPLIA 12 AÑOS, CUANDO DIO TESTIMONIO DE SU FE.
Anastasia Yi Bong-geum nació en 1827.
Fue educada por su madre y a temprana edad sabía cumplir sus deberes religiosos y amaba al Señor con todas sus fuerzas. Era, afirman algunos, “un hermoso y pequeño ángel con un gran corazón”.
Con diez años aprendió las oraciones de la mañana y la tarde, así como el Catecismo. Conoció a un sacerdote que se hospedó en su casa. Impresionado por la devoción de la niña, el misionero le permitió recibir la Primera Comunión aunque era considerada muy joven para recibir el Sacramento en esa época.
Cuando la persecución Gihae se inició en 1839, escapó con su madre pero fueron arrestadas. La niña fue interrogada por el jefe policial, quien le preguntó los datos del misionero, a lo que ella respondió que era muy pequeña para saber esas cosas.
Luego, el policía le dijo que si hablaba contra Dios, le perdonaría la vida. Pero Anastasia respondió: “no sabía cómo adorar al Señor hasta que llegué al uso de razón a los siete años. También era muy joven para leer libros. Pero desde los siete años hasta ahora, he adorado al Señor. Por lo tanto, no puedo traicionarlo ni hablar mal de Él incluso si tengo que morir mil veces”.
Anastasia fue llevada a prisión sin ser torturada porque era niña. Su madre dudó de su firmeza y le dijo que “seguramente traicionarás al Señor ya que no tienes valor para afrontar la tortura”. La pequeña respondió que nunca haría eso y le prometió a su madre mantenerse fiel a la enseñanza de la Iglesia “sin importar la clase de tortura que tuviese que sufrir”.
El jefe policial insistió a Anastasia para que salvara su vida, pero tampoco cedió. Luego fue amenazada muchas veces pero tampoco sucumbió a la prisión. Al darse cuenta de que no iba a ceder, finalmente la autoridad ordenó que fuera torturada.
Además que ser testigo del martirio de su madre. Ya como huérfana se mantuvo firme hasta el final y el jefe policial, cuando ella no había cumplido aún los 12 años de edad, ordenó que fuera ahorcada en la prisión el 5 o 6 de diciembre de 1839.
Anastasia Yi Bong-geum nació en 1827.
Fue educada por su madre y a temprana edad sabía cumplir sus deberes religiosos y amaba al Señor con todas sus fuerzas. Era, afirman algunos, “un hermoso y pequeño ángel con un gran corazón”.
Con diez años aprendió las oraciones de la mañana y la tarde, así como el Catecismo. Conoció a un sacerdote que se hospedó en su casa. Impresionado por la devoción de la niña, el misionero le permitió recibir la Primera Comunión aunque era considerada muy joven para recibir el Sacramento en esa época.
Cuando la persecución Gihae se inició en 1839, escapó con su madre pero fueron arrestadas. La niña fue interrogada por el jefe policial, quien le preguntó los datos del misionero, a lo que ella respondió que era muy pequeña para saber esas cosas.
Luego, el policía le dijo que si hablaba contra Dios, le perdonaría la vida. Pero Anastasia respondió: “no sabía cómo adorar al Señor hasta que llegué al uso de razón a los siete años. También era muy joven para leer libros. Pero desde los siete años hasta ahora, he adorado al Señor. Por lo tanto, no puedo traicionarlo ni hablar mal de Él incluso si tengo que morir mil veces”.
Anastasia fue llevada a prisión sin ser torturada porque era niña. Su madre dudó de su firmeza y le dijo que “seguramente traicionarás al Señor ya que no tienes valor para afrontar la tortura”. La pequeña respondió que nunca haría eso y le prometió a su madre mantenerse fiel a la enseñanza de la Iglesia “sin importar la clase de tortura que tuviese que sufrir”.
El jefe policial insistió a Anastasia para que salvara su vida, pero tampoco cedió. Luego fue amenazada muchas veces pero tampoco sucumbió a la prisión. Al darse cuenta de que no iba a ceder, finalmente la autoridad ordenó que fuera torturada.
Además que ser testigo del martirio de su madre. Ya como huérfana se mantuvo firme hasta el final y el jefe policial, cuando ella no había cumplido aún los 12 años de edad, ordenó que fuera ahorcada en la prisión el 5 o 6 de diciembre de 1839.
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