29 de junio 1951 – 29 de junio 2011
Al presidir la Misa por la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, éste miércoles 29 de junio, el Papa Benedicto XVI meditó desde el Vaticano, sobre el sentido de su ministerio sacerdotal, al cumplirse ese mismo día el 60º aniversario de su ordenación ministerial.
Al inicio de su mensaje, el Santo Padre expresó: “‘Ya no los llamo siervos, sino amigos’. Sesenta años después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en mi interior estas palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber, con la voz ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final de la ceremonia de Ordenación”.

“Me acoge en el círculo de aquellos a los que se había dirigido en el Cenáculo. En el grupo de los que Él conoce de modo particular y que, así, llegan a conocerle de manera particular”, agregó, para después indicar que también en ese momento “Me otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados”.
Más adelante señaló: “Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el fondo oscuro y sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra culpa que, sólo así, puede ser transformada”, y que “mediante el mandato de perdonar, me permite asomarme al abismo del hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los hombres, que me deja intuir la magnitud de su amor”.
El Vicario de Cristo admitió que el llamado de Dios “puede hacernos estremecer a través de las décadas, con tantas experiencias de nuestra propia debilidad y de su inagotable bondad”; pero en su llamado, el Señor invita a vivir plenamente la amistad, que es “una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: ‘Conozco a los míos y los míos me conocen’”.

Al referirse luego a la vocación del sacerdote, el Papa dijo que “el Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo se abra para el Reino de Dios”; pero para ello “necesitamos el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio”.
Tras recordar esos años de su vida, aseguró que “podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo”.
Para concluir, recordó que “El auténtico contenido de la Ley, su summa, es el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad de Dios, la voluntad de Jesús Cristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un fruto maduro”.
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