Querido
Santo Padre Benedicto XVI.
El
anuncio que hizo de la dimisión a su ministerio petrino, durante la fiesta de
Nuestra Señora de Lourdes, dentro del consistorio donde a los mexicanos nos dio
la alegre noticia de la fecha de elevación a los altares de la madre Guadalupe
García, nos llenó de estupor, de tristeza, y nos dejó un sentimiento de
orfandad, de desamparo.
Usted
nos ha dicho un adiós sereno, pero marcado por el sufrimiento de quien durante
casi ocho años ha llevado sobre sus hombros la enorme responsabilidad de
apacentar el rebaño del Señor, de conducir en medio de las borrascas y los
presagios más negros, la barca de la Iglesia universal, a la que supo guiar,
con firmeza y mansedumbre, a buen puerto. Así es Santidad, deja a la Iglesia de
Jesucristo en paz, después de sortear tempestades, incomprensiones y hasta
traiciones, pero Usted, pese a la furia del mal, siempre permaneció incólume en
la fe, siempre actuó guiado por la caridad, y cumplió el mandato que el Señor
le dio, de confirmar a sus hermanos en la fe.
También
nos ha dicho que ya no tiene las fuerzas físicas para continuar ejerciendo el
ministerio petrino, pero sí la voluntad para que, una vez dejado el gobierno de
la Iglesia, abrace la cruz del Señor desde una vida retirada en la oración
ferviente y el sufrimiento silencioso pero fecundo. Al fin, Santo Padre, tendrá
ese espacio añorado para rezar, para meditar y escribir, para entrar en el
sosiego que da sabernos amados por el Señor, y en el que experimentará la
alegría de saberse suyo, pues toda su vida, su inteligencia y voluntad, la ha
puesto al servicio de Cristo y de su Santa Iglesia.
Gracias,
Santo Padre, por estos ocho años de fecundo servicio pastoral; por su valentía
al proclamar la Verdad de Jesucristo; por su magnífico y brillante magisterio;
por su testimonio de amor a la humanidad; por la sencillez y la humildad que lo
han llevado a tomar la valiente decisión de dejar la guía de la Iglesia,
confiando en que el Señor sabrá proveer un Pastor bueno como usted, sencillo y
humilde como usted, que sabrá llevarnos a nuevas praderas.
Como
Arzobispo de México, en unión con mis obispos auxiliares, presbíteros,
religiosos y religiosas, y el pueblo de Dios, queremos manifestarle en este día
santo, en el que da inicio la Cuaresma, nuestra más profunda admiración y
gratitud. Puede tener la certeza de que no lo olvidaremos, de que lo
sostendremos en sus débiles fuerzas por la oración, unida a su soledad y
sufrimiento; y usted sabe, Santo Padre, que nuestra palabra es sincera, como
sincero fue el amor del pueblo mexicano que se volcó lleno de alegría a
recibirlo en la visita que hizo a nuestro país; este México atribulado por la
violencia, la discordia y el dolor de tantas víctimas inocentes, recibió de
usted la esperanza y el consuelo que hoy nos animan a seguir adelante.
Quisiéramos
decirle, Santo Padre, que no se vaya, pero vienen a nuestra mente las palabras
que el Señor le dijo a Pedro: “Te aseguro que cuando eras más joven tú mismo te
ceñías e ibas a donde querías, pero cuando seas anciano extenderás los brazos y
será otro quien te ceñirá y te llevará a donde no quieras ir (cfr Jn 21,18)”… y
entonces le dejamos partir, pues en su decisión, largamente meditada, sabe que
se encuentra la voluntad de Dios, y toda su vida ha estado atento a Su voz; y
ha encontrado la felicidad en la obediencia a Su voluntad.
Imploramos
a María Santísima de Guadalupe para que lo llene de su dulzura y consuelo, para
que sepa que está en su regazo, que nada más ha de desear y que no tiene por
qué temer. ¡Gracias! ¡Una y mil veces más, gracias! Que el Señor mismo sea su
recompensa y, llegado el feliz momento del retorno a la Casa del Padre, reciba
el premio a todas sus fatigas y desvelos, y sean así colmados todos sus
anhelos.
+
Norberto Card. Rivera Carrera
Arzobispo
Primado de México
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