Mons. Pedro Agustín Rivera Díaz
Si Babel representa la confusión de las lenguas y la división de los pueblos; y Pentecostés es la vuelta a la comunión por la acción del Espíritu Santo, la Epifanía es ya Pentecostés. Esto se deduce con claridad de la homilía del Papa Benedicto XVI, pronunciada en la Misa de la Epifanía del año 2009, tiene una especial importancia en la actualidad donde a través de falsas ideologías, diseminadas como verdaderas y buenas, por ejemplo a través de la Carta de la Tierra, se pretende construir una nueva Babel, una sociedad sin Dios. Ante la “espesa nube cubre a los pueblos” y a nuestra historia”… el Papa ha señalado que La Iglesia “cumple plenamente su misión sólo cuando refleja en sí misma la luz de Jesucristo el Señor, y sirve así de ayuda a los pueblos del mundo en el camino de la paz y del auténtico progreso”.
A continuación presento algunos fragmentos de lo dicho por el Papa:
“La llegada de los Magos del Oriente a Belén, para adorar al Mesías neonato, es el signo de la manifestación del Rey universal a los pueblos y a todos los hombres que buscan la verdad.
Es el inicio de un movimiento opuesto al de Babel: de la confusión a la comprensión, de la dispersión a la reconciliación. Descubrimos así un nexo entre la Epifanía y Pentecostés: si la Navidad de Cristo, que es la Cabeza, es también el Nacimiento de la Iglesia, su cuerpo, nosotros vemos en los Magos a los pueblos que se agregaron al resto de Israel, preanunciando el gran signo de la “Iglesia políglota”, realizada por el Espíritu Santo cincuenta días después de la Pascua. El amor fiel y tenaz de Dios, que jamás deja de respetar su alianza de generación a generación, es el “misterio” del que habla san Pablo en sus cartas, también en el pasaje de la Carta a los Efesios poco antes proclamado en la misa. El Apóstol afirma que tal misterio “se le ha dado a conocer por revelación” (Ef 3,2) y él es encargado de darlo a conocer.
Este “misterio” de la fidelidad de Dios constituye la esperanza de la historia. Cierto, el mismo es combatido por impulsos de división y de atropellos, que laceran la humanidad a causa del pecado y del conflicto de egoísmos. La Iglesia en la historia está al servicio de este “misterio” de bendición para la entera humanidad. En este misterio de la fidelidad de Dios, la Iglesia cumple plenamente su misión sólo cuando refleja en sí misma la luz de Jesucristo el Señor, y sirve así de ayuda a los pueblos del mundo en el camino de la paz y del auténtico progreso”.
“…hoy en muchos sentidos sigue siendo verdad lo que decía el profeta: “espesa nube cubre a los pueblos” y a nuestra historia. No se puede decir que la globalización es sinónimo de orden mundial, todo lo contrario. Los conflictos por la supremacía económica y el acaparamiento de los recursos energéticos, hídricos y de las materias primas hacen difícil el trabajo de cuantos, a todo nivel, se esfuerzan por construir un mundo justo y solidario.
Hay necesidad de una esperanza más grande, que permita preferir el bien común de todos al lujo de pocos y a la miseria de muchos. “Esta gran esperanza sólo puede ser Dios... Pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano” (“Spe salvi”, n.31): el Dios que se ha manifestado en el Niño de Belén y en el Crucificado-Resucitado.
Si hay una gran esperanza, se puede perseverar en la sobriedad. Si falta la verdadera esperanza, se busca la felicidad en la embriaguez, en lo superfluo, en los excesos, llevando a la ruina de uno mismo y del mundo. La moderación no es entonces sólo una regla ascética, sino también una vía de salvación para la humanidad. Es evidente que solamente adoptando un estilo de vida sobrio, acompañado del compromiso serio por una equitativa distribución de la riqueza, será posible establecer un orden de desarrollo justo y sostenible.
Por esto existe la necesidad de hombres que alimenten una gran esperanza y que por lo tanto posean mucha valentía: la valentía de los Magos, que emprendieron un largo viaje siguiendo una estrella, y que supieron arrodillarse frente a un Niño y ofrecerle sus dones preciosos. Todos tenemos necesidad de esta valentía, anclada a una segura esperanza. Nos la obtenga María, acompañándonos en nuestro peregrinar terreno con su materna protección. Amén”.
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