11-08-14.
DOMINGO XX. Mt 15, 21-28.
Señor, Socórreme. Mi relación personal con Jesús.
Mons. Pedro Agustín Rivera Díaz
LEER. Este texto, ya lo comentamos en días pasados (11-08-03. Miércoles XVIII). Se refiere a una dolida mujer cananea, que pide por la salud de su hija. El texto hace notar que aparentemente el Señor Jesús no le hace caso y que debido a su insistencia será atendida en su súplica. Hoy lo meditaremos con otro orden de ideas.
MEDITAR: Todos los seres humanos, a causa del pecado original y de nuestros propios pecados, tenemos una fuerte herida de relación con los demás, con nosotros mismos y con Dios. Nos valoramos no por nosotros mismos sino en base al número de personas con las que nos relacionamos. Nos importa mucho el qué dirán y así nos despersonalizamos; “lo importante” no somos nosotros sino los demás. Esto también afecta nuestra relación con Dios porque, muchas veces nos dirigimos a Él en función de las necesidades de los “otros”. Esto no es malo, pero tampoco es lo mejor. Dios que te ama personalmente, quiere que le abras tu corazón y le expreses tus sentimientos. Esto es totalmente provechoso, porque así, siendo beneficiado(a) por esta relación personal con Dios, dejarás de verlo como un proveedor; lo podrás reconocer como tu Padre, tu Salvador y Santificador y serás mejor testigo Suyo.
Para comprender mejor el texto del Evangelio de hoy, podríamos ponernos nosotros mismos en el lugar de la mujer y en el lugar de la hija enferma, a nuestros familiares y preocupaciones. Probablemente la mayoría de las veces nuestra oración es por lo que pasa a nuestro alrededor, pero pocas veces o quizá nunca, le pedimos que nos sane en nuestro interior. Si así lo hiciéramos quizá podríamos comprender mejor la acción de Jesús como Sanador - Salvador nuestro. Jesús nos sana porque subsana nuestra carencia de amor. Jesús nos salva porque nos da Vida Nueva y la Vida Eterna.
La mujer reconoce y manifiesta su dolor: Jesús “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”, e intercede por su hija: “Mi hija tiene un demonio muy malo”. Ella es capaz de reconocer a Quien se está dirigiendo: a Dios. Está consciente de lo que le aqueja a su hija, pero no será atendida hasta que reconozca su situación personal: “¡Señor, Socórreme!”.
En nuestra relación con Jesús en ocasiones podríamos ser buenos en orientar a otros y de pedir por ellos: mi cónyuge, mis hermanos, mis hijos, mis nietos, mis vecinos, mis cosas, mis negocios, el mundo, la violencia, la economía, etc. ¿Pero pedir por mí, ponerme en presencia de Dios y decirle que necesito experimentar su amor?...
Mientras no me dé cuenta que la relación que Jesús espera tener conmigo es personal, estaré hablando de “oídas” del amor de Dios. Cuando la mujer persevera en la oración y le abre su corazón a Jesús: “¡Señor, socórreme!”, experimentó en sí misma el amor de Dios y entonces pudo ser testigo de la acción de Jesús en su vida y por eso se le dirá: “Mujer que grande es tu fe”.
¿Cuántas veces rehuimos a una relación personal con Dios porque pensamos que no somos muy buenos, que le fallamos, que nos da pena, que no nos escucha, que no le interesamos, que valemos poco, que somos muy pecadores, etc.? ¿Podrías poner tu excusa?
Cada uno de nosotros somos importantes para Dios. Tú eres importante para Él, Jesús murió en la Cruz por ti. Él sale en tu búsqueda y espera que tú salgas a su encuentro no con evasivas, sino diciéndole, Yo Señor soy quien necesita de Ti, Yo necesito experimentar tu amor para ser testigo tuyo. “¡Señor, socórreme!”.
ORAR: Señor Jesús, hoy no te vengo a pedir por nadie, te vengo a pedir por mí. Tú me conoces aún mejor que yo mismo(a) y más allá de cualquier sentimiento o idea que yo pudiera tener para justificar el por qué me da pena abrirte mi corazón o expresarte lo que sufro, simplemente quiero ponerme delante de Ti, para experimentar tu amor, pedirte perdón por mis errores y pecados, para perdonar a los que me han ofendido y darte las gracias por todo lo que me has dado. Señor, permite experimentar tu presencia en mi vida, para ser testigo de tu amor. Señor, gracias por tu paz.
CONTEMPLAR: Para Dios no hay imposibles, ciertamente no sabemos qué pasó con la mujer después, pero tenemos el testimonio de muchos hombres y mujeres que encontrándose con Jesús, su vida cambió y alcanzaron la Vida Eterna. Ahí están los apóstoles, María Magdalena, san Pablo, san Francisco, Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, María Inés Teresa Arias. Tú también estás llamado(a) a ser parte de la lista. Dite a ti mismo(a), yo quiero ser parte de esta lista. “¡Señor, Socórreme!”.
ACTUAR: Procuraré darme un poco más de tiempo para meditar estas reflexiones. Me pondré delante de un crucifijo o en un templo, delante del Sagrario, y le diré a Jesús: Señor aquí estoy. ¡Me dejaré amar por Él!
Seguimos el esquema de la Lectio Divina: Leer, meditar, orar, contemplar y actuar
Leer, es escuchar la Palabra de Dios y ponerla en contexto
Meditar es reflexionar sobre lo que el texto bíblico me dice
Orar: Es responder a la Palabra, qué le digo a Dios: es petición, intercesión, agradecimiento, alabanza, etc.
Contemplar el reto de llegar a la conversión de la mente, del corazón y de la vida, según el Corazón de Cristo.
Actuar, es mi compromiso por hacer vida la Palabra de Dios.
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